27 diciembre 2007

Coincidencia y Divergencias sobre la Guerra del Pacífico 1879-1884 (Tercera Parte)

En el mes de julio de 1880, un pequeño cuerpo expedicionario de tres mil chilenos, comandados por el capitán de nave Patricio Lynch, se embarcó a bordo de la escuadra con un objetivo simple: sembrar el caos en las costas peruanas para obligar a la población a hacer presión sobre su gobierno y obligarlo a aceptar un tratado de paz con Chile. En cuanto a los peruanos, éstos multiplicaron los intentos desesperados de romper el cerco chileno. El 13 de septiembre, el cañonero chileno Virgen de Covadonga fue hundido a la entrada del puerto de Chancay por un navío peruano transformado en brûlot (término del francés antiguo que hace referencia a un navío pequeño, cargado con material inflamable y destinado a incendiar los navíos enemigos. (N. del T.)). El 6 de diciembre, tres torpederos chilenos cayeron en una emboscada; el Fresia se hundió, el Guacolda y el Tucapel quedaron severamente dañados.
El general Baquedano decidió golpear a su adversario en la cabeza atacando su capital. A finales de noviembre y principios de diciembre, la marina chilena desembarcó lo esencial del ejército en los puertos de Pisco, de Chilca y de Curayaco, sin que nada pudieran hacer los peruanos para oponerse. Los chilenos estaban listos para transportar a 26 mil hombres, de los cuales 1500 eran jinetes, para esta última ofensiva. Disponían de 77 cañones modernos, de diez ametralladoras y de toda la artillería de la flota. Frente a ellos, los peruanos no alineaban a más de 12 mil hombres, 800 jinetes y unos treinta cañones obsoletos. El presidente Piérola, incluso, había ordenado urgentemente el levantamiento en masa de todos los ciudadanos que tuvieran más de 16 años de edad. Así, podía contar con cinco mil hombres suplementarios que, aunque valientes, no estaban menos mal preparados para la batalla.
A principios de enero, el ejército chileno convergió en Lima. Éste estaba dividido en tres divisiones y una fuerza de caballería dirigida por el coronel Letelier. El asalto a los arrabales de la capital comenzó el 13 de enero. Dos días más tarde, durante la batalla decisiva de Miraflores, la escuadra apoyó el asalto de las tropas chilenas con toda la potencia de su artillería. El presidente Piérola participó directamente en la batalla, yendo de un punto a otro para intentar subir la moral de sus tropas, sin tener, no obstante, la menor visión estratégica, que le habría permitido elaborar un plan de batalla coherente. Así, como el presidente simplemente se había olvidado de su presencia, ¡una parte de los refuerzos peruanos permaneció descansando armas! El asalto fue particularmente brutal y sangriento. Determinados, los chilenos fueron derribando una a una las posiciones adversas. El 17 de enero de 1881, como resultado de esta batalla que les costó la vida a más de dos mil combatientes en cada uno de los bandos, los chilenos hicieron su entrada a Lima. La capital peruana había sufrido combates y cerca de cuatro mil civiles habían sido muertos. Fue precisa la intervención del cuerpo diplomático para detener las exacciones que se estaban desarrollando de una y otra parte. Al día siguiente, los chilenos se apoderaron de Callao. Los marinos peruanos hundieron la totalidad de los navíos que no habían caído aún en las manos del enemigo. Mientras se ponían de acuerdo sobre los términos de un tratado de paz, el gobierno chileno nombró a Patricio Lynch gobernador militar de Perú.
TRES AÑOS DE GUERRILLA
Las tropas peruanas, derrotadas, se reagruparon fuera de Lima, y luego huyeron en dirección a Cuzco. Una verdadera guerrilla se desarrolló al interior del país.
El general Cáceres tomó a su cargo los grupos guerrilleros activos en el centro de Perú, los famosos montoneros, mientras que el almirante Montero organizó la resistencia en el norte. Los patriotas peruanos estaban decididos a batirse en cada pueblo y en cada hacienda. Rebasado por los acontecimientos, el ex presidente Piérola fue hecho a un lado progresivamente. El general Miguel Iglesias, uno de sus más fieles apoyos, lo remplazó extraoficialmente como cabeza de la resistencia.
Por su parte, los chilenos habían captado la dimensión del problema: les sería imposible controlar al conjunto del país. En vez de lanzarse a una costosa guerra de guerrillas, se contentaron con mantener el control de la capital y de los puertos, apostando a un gobierno títere para firmar un acuerdo de paz que les fuera muy favorable. Francisco Calderón, conocido por la hostilidad que mantenía en contra de Nicolás de Piérola, fue designado por las autoridades chilenas como el nuevo presidente peruano. Un nuevo Congreso se instauró para intentar persuadir a la población sobre la utilidad de firmar un acuerdo de paz con el invasor. La guerrilla no dejó de intensificar su acción, incluso registrando algunos éxitos notables.
El espíritu de resistencia era tanto más fuerte cuanto que un sentimiento de hostilidad en contra de Chile estaba expandiéndose por América Latina. Paralelamente, Washington había adoptado una actitud más favorable hacia Perú y había reconocido al gobierno títere de Francisco Calderón. Es cierto que los estadounidenses, después de mucho tiempo, buscaban tomar el control de las minas de nitrato peruanas. El 2 de agosto de 1881, Stephen Hurlbut, un ministro estadounidense plenipotenciario, llegó a Lima para comunicar a las autoridades de ocupación que “Estados Unidos no podía aprobar el recurso de la guerra como medio de expansión territorial en detrimento de otra nación, excepto como último recurso y en caso de extrema urgencia”. La conclusión que sacó Francisco Calderón era que Estados Unidos lo apoyaba y que podía oponerse firmemente a las maniobras de Santiago, que pretendían imponerle un tratado injusto. Entonces, rechazó sin miramientos varias proposiciones chilenas. Las autoridades chilenas se lo tomaron a mal, lo detuvieron y lo mantuvieron bajo arresto domiciliario. Desde entonces, los chilenos se vieron obligados a administrar directamente el país. El efecto de este torpe golpe de fuerza fue que se intensificó la resistencia. El sur del país, hasta aquí relativamente en calma, se sublevó contra el invasor chileno. El almirante Montero se dirigió hacia allá para tomar a su cargo la guerrilla naciente.
Sin embargo, aparecieron disensiones cada vez más fuertes entre los tres jefes de la resistencia, quienes pretendían el cargo de “presidente”. En Chile, la elección de Domingo Santa María para la presidencia del país, en septiembre de 1881, calmó los ánimos durante algunos meses. Este liberal auténtico había vivido en Perú mucho tiempo, donde había entablado sólidas amistades, muy útiles en un contexto semejante.
Las autoridades chilenas sacaron provecho del año 1882 para intensificar los contactos con la clase política peruana, pero también para reorganizar su dispositivo militar en vista de eventuales operaciones contra la guerrilla. Medida juiciosa, dado que las negociaciones decayeron. En julio de 1883, una división chilena hizo huir a los montoneros del general Cáceres. Algunas semanas más tarde, otras tropas chilenas acorralaron a los guerrilleros del almirante Montero. Estas dos personalidades se encontraron fuera de combate, y por esta razón el general Iglesias se impuso rápidamente como el único interlocutor con credibilidad. Los chilenos pusieron sus esperanzas en él y le ofrecieron el puesto de presidente, a cambio de un arreglo definitivo del conflicto. Cada quien sacó ventaja de esto y el nuevo hombre fuerte de Perú aceptó los términos de un tratado de paz que fue rubricado el 20 de octubre de 1883 en Ancón, una pequeña ciudad costera situada no lejos de Lima. La nueva Asamblea Constitucional de Perú ratificó el tratado de Ancón el 4 de marzo siguiente. Este tratado ponía fin a tres años de ocupación militar y avalaba la cesión definitiva de las provincias de Tarapacá y de Arica a Chile.
Un mes más tarde, el 4 de abril de 1884, Bolivia firmó un pacto de armisticio con Chile, al término del cual aquélla le cedía el puerto de Antofagasta y los territorios comprendidos entre los paralelos 23 y 24. La guerra del Pacífico había terminado.
Le había permitido a Chile incrementar su territorio en más de una tercera parte, abriendo así la vía a una nueva conformación política regional. Había puesto en evidencia las rivalidades coloniales de las grandes potencias, ilustrando la voluntad de Washington de mantener a los europeos al margen del continente americano. Los franceses lo habían entendido algunos años antes, en el momento de su desastrosa campaña en México. Los españoles sufrirían la amarga experiencia quince años más tarde, en Cuba.
PARA SABER MÁS SOBRE ESTE ACONTECIMIENTO:
Señalemos la obra de Clements Markham, The War between Peru and Chile (Sampson Low, Londres, 1883, 306 p.), el primer relato detallado que permite comprender el desarrollo de las operaciones, con un marcado a priori a favor del bando peruano.
Robert Burr pergeñó una excelente síntesis de los aspectos diplomáticos del conflicto en su obra titulada By Reason on Force, Chile and the Balancing of Power in South America/1830-1905 (University of California Press, Los Ángeles, 1965, 321 p.).
Fredrick Pike analiza en su libro The Modern History of Peru (Weidenfeld & Nicolson, Londres, 1967, 386 p.) la visión peruana de esta guerra.
Para un relato detallado de las operaciones, visto a través del prisma chileno, conviene remitirse al libro de William Sater, Chile and the War of the Pacific (University of Nebraska Press, Lincoln, 1986, 343 p.), y también al artículo de Sergio Jarpa Gerhard, “La campaña marítima de 1879”, publicado en el número 744 de la Revista de Marina (Publicaciones de la Armada de Chile, Valparaíso, vol. 98, sept-oct. 1981, pp. 553-562).
La obra de Carlos López Urrutia, Historia de la Marina de Chile (Andrés Bello, Santiago, 1969, 448 p.), sigue siendo, sin embargo, la mejor referencia para captar el papel fundamental de la marina chilena durante el conflicto.
Fuente: La guerra del Pacífico (1879-1884) autor Pierre Razoux traducción del francés de Arturo Vázquez Barrón y Roberto Rueda.

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