Coincidencia y Divergencias sobre la Guerra del Pacífico 1879-1884 (Primera Parte)
En 1879, Chile, Perú y Bolivia libraron una guerra total durante cerca de cuatro años por el control del desierto de Atacama, que tiene un subsuelo muy rico en recursos mineros. ¿Por qué interesarse en este conflicto desconocido que arrojó cerca de 20 mil muertos? Simplemente porque éste modeló de forma duradera el paisaje geoestratégico de América del Sur. Todavía hoy sus consecuencias son fuente de discordia entre Chile y sus vecinos. Más allá de la dimensión geoestratégica, esta guerra constituyó un vasto campo de experimentación para los estrategas, tanto en el plano de lo material, particularmente naval, como en el de las doctrinas. Ofreció una perfecta ilustración de las teorías de Mahan, muy en boga en la época: intentos de incursiones por parte del más débil; bloqueo naval establecido por el más fuerte; combate decisivo; libertad de acción que se deriva de la maestría en el espacio marítimo. Demostró, una vez más, que la captura de la capital contraria no supone forzosamente el fin de las hostilidades y que incluso puede engendrar una guerrilla mortal. Ahí están los acontecimientos actuales más candentes para recordarlo.
EN LOS ORÍGENES DEL CONFLICTO
Desde que Chile, Perú y Bolivia conquistaron su independencia en 1817, 1821 y 1825, respectivamente, los tres países ya se habían encontrado frente a frente.
En 1836, Perú y Bolivia constituyeron una confederación que amenazaba los intereses chilenos, e incluso se habían arriesgado a desestabilizar el régimen establecido en Santiago. Chile reaccionó declarando la guerra a los dos países.
Como resultado de una campaña militar eficazmente llevada, el ejército chileno se apoderó de Lima. Los contendientes se entendieron rápidamente en los términos de un acuerdo de arreglo del conflicto y todo quedó más o menos en el olvido.
Estaban, después de todo, entre “primos”... Treinta años más tarde, los tres países se volvieron a encontrar, esta vez en el mismo bando, para luchar contra España. En 1865 y 1866 el rey de España recurrió a la política del cañón para convencer a Perú de que pagara sus deudas, intentando intimidar de paso a los dirigentes chilenos y bolivianos. Fundamentalmente, la Corona española no había digerido la pérdida de sus colonias. Una escuadra española estableció el bloqueo de los puertos de Callao y de Valparaíso, y luego, después de haberlos bombardeado, regresó a Europa. Bolivia aceptó un tratado de asistencia con Chile, que reconocía un dominio común virtual de los dos países sobre la región del desierto de Atacama, comprendida entre los paralelos 23 y 24 de latitud sur.
EN LOS ORÍGENES DEL CONFLICTO
Desde que Chile, Perú y Bolivia conquistaron su independencia en 1817, 1821 y 1825, respectivamente, los tres países ya se habían encontrado frente a frente.
En 1836, Perú y Bolivia constituyeron una confederación que amenazaba los intereses chilenos, e incluso se habían arriesgado a desestabilizar el régimen establecido en Santiago. Chile reaccionó declarando la guerra a los dos países.
Como resultado de una campaña militar eficazmente llevada, el ejército chileno se apoderó de Lima. Los contendientes se entendieron rápidamente en los términos de un acuerdo de arreglo del conflicto y todo quedó más o menos en el olvido.
Estaban, después de todo, entre “primos”... Treinta años más tarde, los tres países se volvieron a encontrar, esta vez en el mismo bando, para luchar contra España. En 1865 y 1866 el rey de España recurrió a la política del cañón para convencer a Perú de que pagara sus deudas, intentando intimidar de paso a los dirigentes chilenos y bolivianos. Fundamentalmente, la Corona española no había digerido la pérdida de sus colonias. Una escuadra española estableció el bloqueo de los puertos de Callao y de Valparaíso, y luego, después de haberlos bombardeado, regresó a Europa. Bolivia aceptó un tratado de asistencia con Chile, que reconocía un dominio común virtual de los dos países sobre la región del desierto de Atacama, comprendida entre los paralelos 23 y 24 de latitud sur.
Esta región resguardaba la puerta de Antofagasta y de importantes yacimientos mineros. Se suponía que el gobierno de Chile tenía que asegurar su defensa. A cambio, podía explorar libremente esta región desértica, potencialmente rica, cobrando de paso la mitad de los impuestos retenidos por las industrias mineras dispersas en la zona.
El mismo año, la invención de la dinamita confirió al desierto de Atacama un verdadero valor estratégico. Los importantes yacimientos de nitrato que se encontraban ahí entraban, de hecho, en la composición del famoso explosivo. Además, el nitrato remplazaba ventajosamente al guano en la fabricación de abonos agrícolas. El salitre, que se encontraba en grandes cantidades en este desierto, permitía fabricar pólvora para municiones. Había cobre y plata en abundancia.
El mismo año, la invención de la dinamita confirió al desierto de Atacama un verdadero valor estratégico. Los importantes yacimientos de nitrato que se encontraban ahí entraban, de hecho, en la composición del famoso explosivo. Además, el nitrato remplazaba ventajosamente al guano en la fabricación de abonos agrícolas. El salitre, que se encontraba en grandes cantidades en este desierto, permitía fabricar pólvora para municiones. Había cobre y plata en abundancia.
En 1868, aprovechando este contexto prometedor, el chileno José Santos Ossa fundó la Compañía Explotadora del Desierto, de la que al año siguiente inversionistas británicos compraron la mitad del capital. Rápidamente, esta sociedad se convirtió en una de las compañías punteras de producción de nitratos en el mercado mundial, obteniendo beneficios colosales para Chile y Gran Bretaña. Bolivia tuvo que contentarse con modestas regalías. Su situación económica decayó. En Perú, la situación no era mejor. El ex presidente José Balta había dilapidado la fortuna acumulada durante décadas, gracias a los ingresos de las minas de oro y de plata. Se había lanzado a una política de grandes obras y de gastos suntuarios que habían arruinado las arcas del Estado. Había hundido a su país en una situación económica catastrófica cercana a la bancarrota. La política de austeridad, decretada por su sucesor, Manuel Prado, no había bastado para enderezar la situación.
EL EMBROLLO DIPLOMÁTICO
En 1871, el gobierno boliviano intentó renegociar con Chile, sin éxito, los términos del tratado de 1866. Al año siguiente, el gobierno chileno envió a su vez una misión diplomática a Bolivia para intentar comprar, simplemente, el conjunto de la región en cuestión. Ésta no estaba a la venta y los negociadores chilenos regresaron con las manos vacías. Preocupada por los apetitos chilenos, Bolivia se acercó a Perú para entablar una alianza defensiva que uniera a los dos países. Esta alianza secreta se concretó el 6 de febrero de 1873 y estipulaba que cada uno de los dos países se debía asistencia mutua en caso de agresión. Deseosos de reforzar sus posiciones, Perú y Bolivia le propusieron a Argentina unirse a su alianza defensiva.
Esta propuesta no podía sino interesarle al gobierno argentino, ansioso por resolver un espinoso diferendo fronterizo con Chile. Informado por sus espías, Chile contraatacó en dirección de Brasil. Este país, que ya hacía las veces de potencia regional, mantenía en efecto excelentes relaciones con Chile, que era el único país del continente sudamericano que no tenía fronteras directas con él. Entonces, las autoridades brasileñas alzaron la voz en dirección de Buenos Aires. Amenaza tanto más creíble cuanto que un año antes Brasil había estado a punto de entrar en guerra con Argentina. Entonces, las autoridades argentinas rechazaron cortésmente la propuesta de alianza. La situación se apaciguó por un tiempo y el nuevo presidente chileno, Aníbal Pinto, lo aprovechó para lanzar en su país un vasto plan de rearmamento naval. En Perú, el general Mariano Prado, héroe que había salvado Callao de la escuadra española en 1866, fue elegido presidente en 1876, sin conseguir, no obstante, mejorar la situación económica del país.
En 1878, el presidente boliviano Hilarión Daza le prendió fuego a la mecha al decidir aumentar unilateralmente los impuestos a los que estaba sometida la principal compañía chilena que laboraba en el desierto de Atacama, y amenazó con nacionalizarla en caso de que se rehusara a pagar. La Compañía del Salitre y Ferrocarril de Antofagasta se negó a pagar y el conflicto se exacerbó. Los medios empresariales chilenos, apoyados por poderosos grupos de presión británicos, influyeron en el gobierno liberal del presidente Pinto para obligarlo a actuar. El presidente chileno recurrió a su Marina. El 7 de febrero de 1879, la fragata blindada Blanco Encalada estableció el bloqueo del pequeño puerto boliviano de Antofagasta.
Una semana más tarde, la alcanzaron la fragata blindada Cochrane y la corbeta O´Higgins. El 14 de febrero de 1879, un destacamento de la infantería de Marina, comandado por el coronel Sotomayor, desembarcó en el lugar, se apoderó del puerto, y se adentró luego en dirección del desierto árido y rocalloso para tomar las minas de plata de Caracoles. Se lanzó un ultimátum al gobierno boliviano, ordenándole abandonar sus pretensiones fiscales en contra de los intereses chilenos. Para reforzar la credibilidad de este ultimátum, el coronel Sotomayor se apoderó de Calama el 21 de marzo. Los chilenos controlaron a partir de entonces la “capital” del desierto de Atacama. El ejército boliviano, directamente comandado por el presidente Daza, estaba por su parte en vías de reagruparse cerca de la ciudad peruana de Tacna, mucho más al norte.
En Lima, un importante lobby liberal, que había entendido bien que una guerra no haría más que agravar la situación de Perú, intentó persuadir al gobierno de no dejarse arrastrar a la guerra. El presidente Prado envió a Santiago a un emisario reputado, el historiador José Antonio Lavalle, para intentar encontrar una salida honorable a la crisis. Sin éxito, pronto se volvió evidente que el gobierno chileno buscaba convencer paralelamente a las autoridades bolivianas de unirse a su esfuerzo para apoderarse de las riquezas mineras peruanas, dispersas en la región de Tarapacá. De hecho, Chile acababa de proponerle a Bolivia que le ayudara a conquistar los puertos peruanos de Iquique y de Arica, ¡a cambio de la cesión de Antofagasta y de una parte del desierto de Atacama! Peor aún, Santiago había lanzado una vasta ofensiva diplomática en dirección de Colombia para convencer a su gobierno de prohibir el tráfico ferroviario con destino a Perú. A Chile le quedaba el recurso de abastecerse por el estrecho de Magallanes, pero la única alternativa de Perú era esta vía férrea estratégica que une al Atlántico con el Pacífico, vía el Istmo de Panamá. Así, el presidente Prado enfrentaba una situación delicada que corría el riesgo, en todos los casos, de llevarlo a la guerra. Hastiado, oficializó la alianza secreta que ligaba a su país con Bolivia, dejando así a Santiago entre la espada y la pared. El gobierno chileno aceptó el reto y declaró la guerra a Perú el 5 de abril de 1879. La suerte estaba echada.
LAS FUERZAS PRESENTES
La víspera de las hostilidades, Chile disponía de fuerzas armadas poco numerosas pero bien equipadas, cuidadosamente entrenadas, muy motivadas y notablemente dirigidas. La Marina, comandada por el almirante José Goni, acababa de modernizarse y disponía de dos fragatas blindadas (Cochrane y Blanco Encalada), dos cañoneros (Magallanes y Virgen de Cobadonga), cuatro corbetas (O´Higgins, Chacabuco, Abtao y Esmeralda), cuatro torpederos y diez buques de transporte. Estos 22 buques totalizaban 18 mil toneladas. El almirante Juan Williams garantizaba el mando de la escuadra destacada en Valparaíso. Igualmente, tenía autoridad sobre un pequeño cuerpo de infantería de marina que contaba con tres batallones que agrupaban a 1500 hombres. El ejército tenía el apoyo de una fuerza en activo de 4500 hombres y de una guardia nacional que contaba con 45 mil hombres para la movilización.
El ejército en activo estaba estructurado alrededor de seis batallones de infantería, tres batallones de caballería armados con carabinas de repetición Winchester y dos batallones de artillería equipados con potentes cañones Krupp de 12 libras y con ametralladoras Gatling y Nordenfelt. Por su parte, la guardia nacional contaba con un gran número de mineros y campesinos, aunque también con citadinos instruidos y bien entrenados. El general Justo Arteaga estaba a la cabeza del Ejército. Su avanzada edad la compensaba la calidad de su Estado Mayor.
Del lado peruano, la situación no era muy buena. El gobierno había hecho ahorros drásticos y las fuerzas armadas habían quedado reducidas a la mitad. La Marina, considerada esencial para la protección del país, la comandaba directamente el presidente Prado. Por esta razón, había sufrido menos debido a los recortes presupuestarios que el Ejército. Disponía de dos fragatas blindadas (Huáscar e Independencia), de dos corbetas (Pilcomayo y Unión), de dos torpederos y de dos venerables monitores (Atahualpa y Manco Capac) comprados a precio de oro a la marina estadounidense después de la guerra de secesión. Desde entonces, el Atahualpa garantizaba la defensa del puerto de Callao, mientras que el Manco Capac defendía la entrada del puerto de Arica. La Marina contaba igualmente con seis navíos de transporte. Estos 14 navíos totalizaban apenas poco más de 10 mil toneladas. El capitán de nave Miguel Grau, un marino renombrado, es quien garantizaba el mando de la escuadra destacada en Callao. El ejército peruano, comandado por el general Juan Buendía, no contaba más que con 5 mil hombres repartidos en cinco batallones de infantería, dos brigadas de caballería y tres regimientos de artillería. Su equipamiento era muy inferior al del ejército chileno. Sólo una parte de los jinetes estaba armada con carabinas de repetición Winchester. La artillería era obsoleta. El Ejército podía movilizar a 5 mil gendarmes reclutar localmente a 30 mil milicianos, esencialmente en el seno de las poblaciones indias de origen inca. Estos milicianos, dirigidos por oficiales blancos, estaban mal equipados, pero sabían dar prueba de un vigor impresionante y una determinación a toda prueba, en tanto sus jefes y sus mujeres, “las rabonas”, permanecieran a su lado. Los peruanos podían contar, además, con varias fortalezas construidas por los españoles, como las de Pisagua, Arica y, sobre todo, Callao.
En cuanto a los bolivianos, éstos no disponían de Marina y no podían contar más que con un ejército embrionario de 1 500 hombres, concentrados en tres batallones de infantería comandados por el general Campero. A estas pobres fuerzas venían a sumarse 6 mil milicianos armados con viejos rifles obsoletos. La mayor parte de los soldados eran de origen indio y sentían que les concernían muy poco las rivalidades de Estados deseosos de incrementar su prestigio y sus recursos mineros. No eran más que guerreros salvajes.
Haciendo un balance, la relación de fuerzas indudablemente favorecía entonces a los chilenos, particularmente en el ámbito naval. Si bien el número de fragatas blindadas era idéntico en una y otra parte, las fragatas chilenas eran claramente más poderosas. Es más, desde la declaración de guerra, numerosos marinos chilenos, empleados por la marina peruana como mercenarios, habían abandonado su puesto para unirse a su país.
Relación de fuerzas
EL EMBROLLO DIPLOMÁTICO
En 1871, el gobierno boliviano intentó renegociar con Chile, sin éxito, los términos del tratado de 1866. Al año siguiente, el gobierno chileno envió a su vez una misión diplomática a Bolivia para intentar comprar, simplemente, el conjunto de la región en cuestión. Ésta no estaba a la venta y los negociadores chilenos regresaron con las manos vacías. Preocupada por los apetitos chilenos, Bolivia se acercó a Perú para entablar una alianza defensiva que uniera a los dos países. Esta alianza secreta se concretó el 6 de febrero de 1873 y estipulaba que cada uno de los dos países se debía asistencia mutua en caso de agresión. Deseosos de reforzar sus posiciones, Perú y Bolivia le propusieron a Argentina unirse a su alianza defensiva.
Esta propuesta no podía sino interesarle al gobierno argentino, ansioso por resolver un espinoso diferendo fronterizo con Chile. Informado por sus espías, Chile contraatacó en dirección de Brasil. Este país, que ya hacía las veces de potencia regional, mantenía en efecto excelentes relaciones con Chile, que era el único país del continente sudamericano que no tenía fronteras directas con él. Entonces, las autoridades brasileñas alzaron la voz en dirección de Buenos Aires. Amenaza tanto más creíble cuanto que un año antes Brasil había estado a punto de entrar en guerra con Argentina. Entonces, las autoridades argentinas rechazaron cortésmente la propuesta de alianza. La situación se apaciguó por un tiempo y el nuevo presidente chileno, Aníbal Pinto, lo aprovechó para lanzar en su país un vasto plan de rearmamento naval. En Perú, el general Mariano Prado, héroe que había salvado Callao de la escuadra española en 1866, fue elegido presidente en 1876, sin conseguir, no obstante, mejorar la situación económica del país.
En 1878, el presidente boliviano Hilarión Daza le prendió fuego a la mecha al decidir aumentar unilateralmente los impuestos a los que estaba sometida la principal compañía chilena que laboraba en el desierto de Atacama, y amenazó con nacionalizarla en caso de que se rehusara a pagar. La Compañía del Salitre y Ferrocarril de Antofagasta se negó a pagar y el conflicto se exacerbó. Los medios empresariales chilenos, apoyados por poderosos grupos de presión británicos, influyeron en el gobierno liberal del presidente Pinto para obligarlo a actuar. El presidente chileno recurrió a su Marina. El 7 de febrero de 1879, la fragata blindada Blanco Encalada estableció el bloqueo del pequeño puerto boliviano de Antofagasta.
Una semana más tarde, la alcanzaron la fragata blindada Cochrane y la corbeta O´Higgins. El 14 de febrero de 1879, un destacamento de la infantería de Marina, comandado por el coronel Sotomayor, desembarcó en el lugar, se apoderó del puerto, y se adentró luego en dirección del desierto árido y rocalloso para tomar las minas de plata de Caracoles. Se lanzó un ultimátum al gobierno boliviano, ordenándole abandonar sus pretensiones fiscales en contra de los intereses chilenos. Para reforzar la credibilidad de este ultimátum, el coronel Sotomayor se apoderó de Calama el 21 de marzo. Los chilenos controlaron a partir de entonces la “capital” del desierto de Atacama. El ejército boliviano, directamente comandado por el presidente Daza, estaba por su parte en vías de reagruparse cerca de la ciudad peruana de Tacna, mucho más al norte.
En Lima, un importante lobby liberal, que había entendido bien que una guerra no haría más que agravar la situación de Perú, intentó persuadir al gobierno de no dejarse arrastrar a la guerra. El presidente Prado envió a Santiago a un emisario reputado, el historiador José Antonio Lavalle, para intentar encontrar una salida honorable a la crisis. Sin éxito, pronto se volvió evidente que el gobierno chileno buscaba convencer paralelamente a las autoridades bolivianas de unirse a su esfuerzo para apoderarse de las riquezas mineras peruanas, dispersas en la región de Tarapacá. De hecho, Chile acababa de proponerle a Bolivia que le ayudara a conquistar los puertos peruanos de Iquique y de Arica, ¡a cambio de la cesión de Antofagasta y de una parte del desierto de Atacama! Peor aún, Santiago había lanzado una vasta ofensiva diplomática en dirección de Colombia para convencer a su gobierno de prohibir el tráfico ferroviario con destino a Perú. A Chile le quedaba el recurso de abastecerse por el estrecho de Magallanes, pero la única alternativa de Perú era esta vía férrea estratégica que une al Atlántico con el Pacífico, vía el Istmo de Panamá. Así, el presidente Prado enfrentaba una situación delicada que corría el riesgo, en todos los casos, de llevarlo a la guerra. Hastiado, oficializó la alianza secreta que ligaba a su país con Bolivia, dejando así a Santiago entre la espada y la pared. El gobierno chileno aceptó el reto y declaró la guerra a Perú el 5 de abril de 1879. La suerte estaba echada.
LAS FUERZAS PRESENTES
La víspera de las hostilidades, Chile disponía de fuerzas armadas poco numerosas pero bien equipadas, cuidadosamente entrenadas, muy motivadas y notablemente dirigidas. La Marina, comandada por el almirante José Goni, acababa de modernizarse y disponía de dos fragatas blindadas (Cochrane y Blanco Encalada), dos cañoneros (Magallanes y Virgen de Cobadonga), cuatro corbetas (O´Higgins, Chacabuco, Abtao y Esmeralda), cuatro torpederos y diez buques de transporte. Estos 22 buques totalizaban 18 mil toneladas. El almirante Juan Williams garantizaba el mando de la escuadra destacada en Valparaíso. Igualmente, tenía autoridad sobre un pequeño cuerpo de infantería de marina que contaba con tres batallones que agrupaban a 1500 hombres. El ejército tenía el apoyo de una fuerza en activo de 4500 hombres y de una guardia nacional que contaba con 45 mil hombres para la movilización.
El ejército en activo estaba estructurado alrededor de seis batallones de infantería, tres batallones de caballería armados con carabinas de repetición Winchester y dos batallones de artillería equipados con potentes cañones Krupp de 12 libras y con ametralladoras Gatling y Nordenfelt. Por su parte, la guardia nacional contaba con un gran número de mineros y campesinos, aunque también con citadinos instruidos y bien entrenados. El general Justo Arteaga estaba a la cabeza del Ejército. Su avanzada edad la compensaba la calidad de su Estado Mayor.
Del lado peruano, la situación no era muy buena. El gobierno había hecho ahorros drásticos y las fuerzas armadas habían quedado reducidas a la mitad. La Marina, considerada esencial para la protección del país, la comandaba directamente el presidente Prado. Por esta razón, había sufrido menos debido a los recortes presupuestarios que el Ejército. Disponía de dos fragatas blindadas (Huáscar e Independencia), de dos corbetas (Pilcomayo y Unión), de dos torpederos y de dos venerables monitores (Atahualpa y Manco Capac) comprados a precio de oro a la marina estadounidense después de la guerra de secesión. Desde entonces, el Atahualpa garantizaba la defensa del puerto de Callao, mientras que el Manco Capac defendía la entrada del puerto de Arica. La Marina contaba igualmente con seis navíos de transporte. Estos 14 navíos totalizaban apenas poco más de 10 mil toneladas. El capitán de nave Miguel Grau, un marino renombrado, es quien garantizaba el mando de la escuadra destacada en Callao. El ejército peruano, comandado por el general Juan Buendía, no contaba más que con 5 mil hombres repartidos en cinco batallones de infantería, dos brigadas de caballería y tres regimientos de artillería. Su equipamiento era muy inferior al del ejército chileno. Sólo una parte de los jinetes estaba armada con carabinas de repetición Winchester. La artillería era obsoleta. El Ejército podía movilizar a 5 mil gendarmes reclutar localmente a 30 mil milicianos, esencialmente en el seno de las poblaciones indias de origen inca. Estos milicianos, dirigidos por oficiales blancos, estaban mal equipados, pero sabían dar prueba de un vigor impresionante y una determinación a toda prueba, en tanto sus jefes y sus mujeres, “las rabonas”, permanecieran a su lado. Los peruanos podían contar, además, con varias fortalezas construidas por los españoles, como las de Pisagua, Arica y, sobre todo, Callao.
En cuanto a los bolivianos, éstos no disponían de Marina y no podían contar más que con un ejército embrionario de 1 500 hombres, concentrados en tres batallones de infantería comandados por el general Campero. A estas pobres fuerzas venían a sumarse 6 mil milicianos armados con viejos rifles obsoletos. La mayor parte de los soldados eran de origen indio y sentían que les concernían muy poco las rivalidades de Estados deseosos de incrementar su prestigio y sus recursos mineros. No eran más que guerreros salvajes.
Haciendo un balance, la relación de fuerzas indudablemente favorecía entonces a los chilenos, particularmente en el ámbito naval. Si bien el número de fragatas blindadas era idéntico en una y otra parte, las fragatas chilenas eran claramente más poderosas. Es más, desde la declaración de guerra, numerosos marinos chilenos, empleados por la marina peruana como mercenarios, habían abandonado su puesto para unirse a su país.
Relación de fuerzas
Chile
Soldados en activo: 6000
Milicianos y reservistas: 45000
Navíos: 22
Milicianos y reservistas: 45000
Navíos: 22
Perú
Soldados en activo: 5000
Soldados en activo: 5000
Milicianos y reservistas: 35000
Navíos: 14
Bolivia
Bolivia
Soldados en activo: 1500
Milicianos y reservistas: 6000
Navíos: 0
Fuente: La guerra del Pacífico (1879-1884) autor Pierre Razoux traducción del francés de Arturo Vázquez Barrón y Roberto Rueda.
1 comentario:
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