26 diciembre 2007

Coincidencia y Divergencias sobre la Guerra del Pacífico 1879-1884 (Segunda Parte)

UNA PRIMERA FASE NAVAL
Antes que nada, los contendientes tenían que conquistar la supremacía naval. El almirante chileno Goni decidió llevar las hostilidades al campo enemigo. Ordenó al almirante Williams establecer el bloqueo de los puertos peruanos. Paralelamente, organizó el transporte de una gran parte del ejército chileno a la región de Antofagasta, que se convirtió así en la retaguardia de las operaciones terrestres.
El 16 de mayo de 1879, la escuadra chilena se hizo a la mar en dirección de Callao para intentar sorprender a la flota peruana, bombardeando de paso los espigones y los depósitos dispersos a lo largo de las costas. Al mismo tiempo, en terreno peruano, el presidente Prado había tomado las riendas y avanzaba hacia Arica, con su propia escuadra, que transportaba un importante cuerpo expedicionario.
Su objetivo era sencillo: desembarcar en el lugar para detener el avance de las tropas chilenas y provocar una batalla naval decisiva que inclinara la relación de fuerzas a su favor, acortando así un conflicto que amenazaba con eternizarse.
Habiéndole advertido sus espías sobre la presencia de navíos chilenos frente a Iquique, soltó sus dos fragatas blindadas en dirección a este puerto. Las dos escuadras, navegando en sentido inverso, se cruzaron a lo lejos sin percibirse. El 20 de mayo, el presidente Prado desembarcó, como estaba previsto, en Arica. Al día siguiente, el almirante Williams llegó a Callao para constatar la ausencia de navíos de guerra peruanos. En seguida se regresó por donde había venido y se dirigió a todo vapor en dirección a Iquique, con el fin de recuperar los dos navíos chilenos que se encontraban ahí. Sin embargo, los peruanos llegaron primero a Iquique. Al amanecer, las fragatas blindadas Huascar e Independencia habían llegado para sorprender en el puerto a la venerable corbeta a vapor Esmeralda y al cañonero Virgen de Covadonga. El combate era manifiestamente desigual: ¿cómo podían esperar repeler los dos navíos chilenos, insuficientemente armados, esas dos máquinas blindadas de guerra, equipadas con un poderoso espolón, con cañones modernos de grueso calibre y ametralladoras Gatling? Considerando la posición de los navíos, el Virgen de Covadonga consiguió escaparse. El Independencia se lanzó inmediatamente a su persecución, dejando que Miguel Grau, a los mandos del Huascar, se ocupara solo del Esmeralda. La corbeta chilena, arrinconada en el fondo de la bahía, con el motor debilitado, no tenía esperanza de escape. Arturo Prat, su comandante, arengó a su tripulación y le recordó que jamás la bandera de un buque de guerra chileno había sido tomada en combate, y que en caso de que él muriera, ¡contaba por supuesto con sus hombres para seguir su ejemplo y morir dignamente! A pesar de toda su ciencia y su valentía, Arturo Prat no pudo impedir que el Huascar se aproximara, para después espolear su buque. El choque fue violento. Arturo Prat aprovechó la confusión para saltar al abordaje de su adversario, con la espada desenvainada, acompañado de algunos marinos. No sobrevivió más que algunos instantes, abatido por la metralla enemiga. La corbeta chilena zozobró muy rápidamente, arrastrando en sus flancos a las tres cuartas partes de su tripulación.
Por su parte, el Virgen de Covadonga había recorrido la costa desértica a todo vapor sin llegar a poner distancia con el Independencia. Carlos Condell, su comandante, había tenido que cambiar de rumbo varias veces para evitar las tentativas de abordaje de su adversario. De repente, no lejos de Punta Gruesa, lo había rasgado un banco de arrecifes salientes. Comprendiendo su suerte, inmediatamente echó el ancla, presentando su flanco al Independencia. El capitán del navío peruano cayó en la trampa. Después de haberse alejado para maniobrar, regresó a gran velocidad para intentar espolear a su adversario de lado. No logró llegar a él, ¡pues su fragata blindada se destripó sobre el banco de arrecifes que apenas se asomaba en la superficie! Entonces, Carlos Condell se colocó en el ángulo muerto del Independencia, cañoneando la fragata blindada una y otra vez hasta que aquélla no fue más que una chatarra humeante. Viendo llegar a lo lejos al Huascar, el chileno rompió el combate. Miguel Grau sólo pudo recoger a los sobrevivientes y dirigirse a Arica para informar de la situación al presidente Prado. Éste cambió de estrategia.
Promovió a Miguel Grau al rango de almirante y le ordenó acosar las costas controladas por el adversario. Después de algunas reparaciones someras, el Huascar, transformado en navío corsario, realizó una serie de incursiones contra los intereses chilenos. En Valparaíso, el secretario de Marina ordenó inmediatamente la caza del Huascar. La neutralización de este navío fue erigida como prioridad absoluta. El 3 de junio de 1879, se entabló una carrera de persecuciones indecisas entre el Huascar y la fragata blindada Blanco Encalada. Aprovechando la noche para frustrar al chileno en sus intenciones, Miguel Grau consiguió escaparse.
Durante más de un mes, la fragata blindada peruana sembró el caos, destruyendo numerosos depósitos y hundiendo varios navíos mercantes. El 10 de julio, el Huascar afrontó al cañonero Magallanes a la altura de Iquique. La ventaja en el combate se inclinó rápidamente hacia el peruano. El cañonero chileno logró huir, dejando el campo libre al Huascar para continuar con sus operaciones de acoso. El 23 de julio, Miguel Grau logró un golpe maestro apoderándose del transportador de tropas Rimac, que transportaba 300 caballos y varias piezas de artillería pesada. Este botín vino a reforzar las filas del ejército peruano desplegado en Pisagua y Arica. Imposible de atrapar, pero dando golpes por doquier, a Miguel Grau rápidamente se le conoció como el Lobo Blanco.
En Santiago, la opinión pública y la clase política se impacientaban por la falta de resultados. El general Erasmo Escala, considerado mucho más dinámico, remplazó en la dirección del Ejército al general Arteaga. El almirante Williams cedió su lugar al almirante Galvarino Riveros en la dirección de la escuadra. Bajo la presión popular, el presidente Pinto nombró a Rafael Sotomayor Ministro de Guerra y le ordenó acelerar el ritmo de las operaciones. El público quería resultados, ¡y la Marina debía estar en condiciones de dárselos! El almirante Riveros recibió carta blanca para cumplir su misión. La escuadra fue llamada a Valparaíso para reparar los daños sufridos, completar las cargas de carbón y municiones, entrenarse, reorganizarse y poner a punto nuevos procedimientos de intercepción.
El 1 de octubre de 1879, aprovechando la llegada de mejores días, la escuadra abandonó Valparaíso en busca del Huascar. El almirante Riveros se enfiló hacia el norte hasta Arica para enterarse, por sus espías, que el almirante Grau se enfilaba más al sur. El Huascar y el Unión recorrían, en efecto, las costas no muy lejanas de Antofagasta, en busca de presas fáciles. El almirante Riveros dividió sus fuerzas en dos y se enfiló rumbo al sur. La corbeta O´Higgins, el transporte armado Loa y la fragata blindada Cochrane, bajo el mando del capitán de nave Latorre, fueron encargados de patrullar mar adentro a unas veinte millas náuticas de las costas.
Paralelamente, el almirante Riveros, a bordo de la fragata blindada Blanco Encalada, siguió el litoral lo más de cerca posible con el cañonero Virgen de Covadonga y el navío carbonero Matías Cousiño, con el fin de hacer salir al adversario.
Gracias a este dispositivo, el almirante chileno esperaba encontrar el Huascar y poner punto final a las hazañas del almirante Grau.
El 8 de octubre, al amanecer, cuando volvía a subir hacia el norte recorriendo la costa, distinguiendo a lo lejos el puerto de Antofagasta, Miguel Grau divisó justo frente a él las fumarolas del Blanco Encalada, del Virgen de Covadonga y del Matías Cousiño. Los tres navíos aún estaban lejos, pero le tapaban el camino. El peruano decidió de inmediato dirigirse a alta mar, esperando así escapar de sus adversarios. A las 8 horas, las fumarolas del Cochrane, del O´Higgins y del Loa aparecieron en el horizonte, cortando así toda vía de retirada al Huascar y al Unión.
Estratega al fin, el almirante Grau comenzó inmediatamente una maniobra para rodear la Punta Angamos. Se enfiló decididamente hacia el norte y ordenó al comandante del Unión aprovechar su velocidad superior para escapar, mientras él mismo iba a intentar forzar el dispositivo enemigo. Viendo que el Unión se les escapaba, los marinos chilenos se abalanzaron sobre el Huascar. Después de más de una hora de persecución, el Cochrane y el O´Higgins tuvieron a tiro la fragata blindada peruana. A las 9:25 los tres navíos abrieron fuego con toda la potencia de sus cañones, al tiempo que seguían aproximándose unos a otros. El Huascar hizo efectivas varias salvas de obús de 209mm, mientras varios de sus disparos daban en el blanco sobre el Cochrane. Los tres navíos llegaron a hacer contacto, intentado espolearse mutuamente. De una y otra parte, los pedazos de blindaje llovían y los tiros de las ametralladoras Gatling asolaron los puentes. En pleno combate, la explosión de un obús chileno mató al almirante Grau. A las 10, el Blanco Encalada llegó al lugar de combate a la altura de Punta Angamos. Durante cerca de una hora, los tres navíos chilenos, a los que pronto se unió el Virgen de Covadonga, bombardearon al corsario peruano y le infligieron daños considerables. A las 11, después de una última batalla, la tripulación peruana entregó la bandera.
La fragata Huascar fue remolcada hasta Valparaíso donde sufrió importantes reparaciones. Rearmada, fue incorporada a las filas chilenas. Una vez resuelto este problema, el secretario de Marina restableció el bloqueo a los puertos peruanos. La marina peruana intentó algunas salidas, sin éxito. El 18 de noviembre, al momento de una de estas escaramuzas, la fragata chilena Blanco Encalada capturó la corbeta Pilcomayo. Desde ese momento, los peruanos sólo dispusieron de la corbeta Unión, del monitor Manco Capac y de algunos torpederos emplazados en la defensa del puerto de Callao. Por su lado, la marina chilena podía contar con tres fragatas blindadas, tres corbetas y dos cañoneros.
UNA SEGUNDA FASE ESENCIALMENTE TERRESTRE
Al dominar el espacio marítimo, los chilenos pudieron considerar la reactivación de las operaciones terrestres. Al partir de Antofagasta, el cuerpo expedicionario chileno se escindió en dos. Un cuerpo del ejército se apoderó de las principales minas de nitrato del desierto de Atacama, mientras que un segundo cuerpo avanzaba hacia el norte, donde se habían atrincherado la vanguardia de los ejércitos peruano y boliviano, bajo el mando del general Juan Buendía. La marina chilena desembarcó tropas que tomaron por detrás la pequeña ciudad fortificada de Pisagua, enclavada en la cumbre de un acantilado y vigilada por soldados peruanos y bolivianos. El 2 de noviembre de 1879, después de varios asaltos mortales, las tropas chilenas tomaron Pisagua. El cuerpo expedicionario chileno, que contaba con siete mil hombres, después se movió en dirección a San Francisco. Ahí, los chilenos repelieron una vigorosa contraofensiva emprendida por unidades peruanas y bolivianas. La batalla fue feroz. Los chilenos perdieron 200 hombres, y sus adversarios, 300. Una gran parte de los soldados peruanos encontraron refugio en el pueblo de Tarapacá. Los 600 hombres de la guarnición peruana atrincherada en el puerto de Iquique estaban, por su parte, aislados a partir de ese momento.
Dejando una puerta de salida a su adversario, los chilenos levantaron algunos días el bloqueo naval del puerto de Iquique, con el fin de permitir a los peruanos evacuar la posición. Así, Iquique cayó en sus manos sin que se derramara ninguna gota de sangre. Las cosas fueron muy diferentes en Tarapacá.
El 27 de noviembre de 1879, los chilenos lanzaron un ataque general contra este pueblo, enclavado en el fondo de un desfiladero, para intentar aniquilar las fuerzas enemigas que estaban atrincheradas ahí. No solamente los peruanos llegaron a hacerles frente a los chilenos, sino que, gracias a un audaz contraataque llevado a cabo por las tropas incas dirigidas por el coronel Suárez, la batalla le dio la ventaja a los peruanos. Rápido, el combate se transformó en una mezcla confusa y sangrienta de fusiles y armas blancas. Los chilenos se retiraron y sólo evitaron la derrota gracias a su caballería, que logró mantener a distancia a las sobreexcitadas tropas indias. Ese día perdieron 700 hombres y cedieron al adversario ocho preciados cañones Krupp, así como unos cincuenta prisioneros. Por su lado, los peruanos acusaron la pérdida de poco más de 500 hombres. Al día siguiente, las tropas peruanas, siempre aisladas, abandonaron Tarapacá y emprendieron una larga marcha, bajo un sol a plomo, a través del altiplano desértico para esquivar el dispositivo chileno y llegar a Arica. Llegaron ahí tres semanas más tarde, después de haber luchado contra el hambre y la sed a más de cuatro mil metros de altitud.
Mientras tanto, el presidente Prado había confiado la dirección de las operaciones al almirante Lizardo Montero, un marino en quien confiaba plenamente, para regresar a Lima y volver a tomar las cosas en sus manos. La población aún estaba en shock por la desaparición del almirante Grau y su moral estaba de lo más baja. El Congreso se había negado incluso a votar los impuestos para financiar el esfuerzo de guerra. El presidente peruano pasó varios días arengando a los miembros del Congreso. Pensando que había logrado restablecer la situación en el frente interno, se embarcó el 18 de diciembre de 1879 a Europa, con el fin de negociar allá importantes préstamos bancarios e intentar procurarse nuevos navíos de guerra. Tres días después de su partida, la población de Lima se sublevó y llevó al poder a Nicolás de Piérola, personaje radiante y controvertido, demagogo y populista, que no hizo gran cosa para mejorar la situación de las fuerzas armadas.
Confirmó al general Manuel González de la Cotera en el puesto de Ministro de Guerra y dejó a sus generales, torpes en el campo de batalla, la responsabilidad de contener al invasor.
Por su parte, los chilenos se reforzaron y pasaron a la etapa siguiente: la toma de Arica. Su estrategia consistía, en efecto, en apoderarse metódicamente de cada puerto y cada ciudad costera importante, a fin de crear una red de puntos de apoyo logísticos que les permitieran aproximarse progresivamente al corazón del territorio enemigo. El 24 de febrero de 1880, la escuadra chilena desembarcó a doce mil hombres en el puerto de Ilo, a unos sesenta kilómetros al norte de Arica. El 22 de marzo, el cuerpo expedicionario chileno se apoderó del puerto de Los Ángeles, aislando así al ejército peruano y boliviano, disperso entre Tacna y Arica.
Durante cerca de dos meses, los chilenos reforzaron su dispositivo y estrecharon su dominio alrededor de Tacna. Esta ciudad constituía el cerrojo que permitía el acceso a Bolivia. Más al sur, la división chilena del general Manuel Baquedano avanzaba hacia Tacna después de haber dejado algunas tropas como barrera frente a Arica. El cerco se estaba cerrando inexorablemente alrededor de los nueve mil peruanos y bolivianos atrincherados en Tacna, comandados respectivamente por el coronel Francisco Bolognesi y el general Campero. Sin disponer de ningún medio de transporte y casi nada de artillería y de caballería, éstos estaban obligados a una defensa a ultranza de sus posiciones. El 26 de mayo de 1880, los chilenos pasaron a la ofensiva. Cuatro columnas que totalizaban 14 mil hombres se abalanzaron al asalto de Tacna, apoyados por una poderosa artillería. La batalla se transformó rápido en una carnicería. Los contraataques suicidas llevados a cabo por los indios quechuas y aimaras fueron repelidos por la artillería y las ametralladoras.
Al caer la noche, los chilenos controlaban Tacna. ¡Pero a qué precio! 2 200 de los suyos habían sido muertos o gravemente heridos, mientras que dos mil de sus adversarios murieron y otros 1 500, heridos, habían caído prisioneros.
El coronel Bolognesi se refugió con sus tropas en la fortaleza de Arica. En cuanto al general Campero, éste se replegó al altiplano con los sobrevivientes del ejército boliviano. Por su parte, el presidente Daza dejó Bolivia, abandonando cobardemente a su país a su triste suerte. La guerra del Pacífico se resumía, a partir de ese momento, en un enfrentamiento entre Chile y Perú.
Después de reorganizar sus fuerzas, el general Baquedano se dirigió a Arica. Asumía, a partir de ese momento, el mando del ejército chileno en su conjunto y disponía de 12 mil hombres. Por su parte, el almirante Montero había regresado a Lima y le había confiado el mando de la guarnición al coronel Bolognesi. El 7 de junio, el general Baquedano pasó al ataque. Después de una jornada de ásperos combates realizados de reducto en reducto, la guarnición, aislada, depuso las armas, después de una última batalla del coronel Bolognesi, que combatió hasta el último cartucho y sucumbió en medio de la última columna de tropas peruanas que todavía se encontraban en buen estado. Al pie de la fortaleza, la tripulación del monitor Manco Capac hundió su navío con el fin de no caer en manos de los chilenos.
Mientras que el ejército chileno se apoderaba de la provincia de Arica, la escuadra endureció el bloqueo de Callao, bombardeando intermitentemente este puerto por el que transitaban de manera regular las armas y el abastecimiento con destino a Lima. Los peruanos habían cometido el error de no defender la isla San Lorenzo, situada frente a Callao. El almirante Riveros aprovechó esto para establecer ahí su cuartel general.
INTERMEDIO DIPLOMÁTICO
La caída de Arica marcó el fin de la fase de expansión chilena y cada bando aprovechó el invierno austral para vendar sus heridas, completar sus efectivos y pensar después de las operaciones. Estados Unidos aprovechó la ocasión para intentar una mediación entre los dos contendientes. Santiago y Lima aceptaron la proposición y cada uno envió una delegación a bordo del crucero estadounidense USS Lackawanna, en el fondeadero a la altura de Arica. La conferencia comenzó el 22 de octubre de 1880, pero fue corta debido a que los peruanos habían considerado inaceptables las condiciones chilenas. Contra toda lógica, el presidente peruano decidió continuar las hostilidades. En consecuencia, el ministro de guerra chileno ordenó la invasión de Perú. Paralelamente, los diplomáticos chilenos se esforzaron en tranquilizar a las cancillerías europeas que amenazaban con intervenir para terminar con este conflicto estúpido que amenazaba los intereses de sus banqueros.
En efecto, el anterior gobierno peruano había contraído deudas colosales y las potencias europeas no estaban dispuestas a hacer borrón y cuenta nueva. Francia, en particular, se sentía tanto más concernida cuanto que, en 1869, Nicolás de Piérola, entonces Ministro de Finanzas, ¡le había atribuido a la sociedad Auguste Dreyfus el cuasimonopolio del comercio de guano! Por su parte, y en perfecta aplicación de la “doctrina Monroe”, Washington multiplicó las presiones para convencer a las potencias europeas de que dejaran a Estados Unidos manejar solo el problema.
Fuente: La guerra del Pacífico (1879-1884) autor Pierre Razoux traducción del francés de Arturo Vázquez Barrón y Roberto Rueda.

1 comentario:

Anónimo dijo...

mira este resumen, que te parece


http://www.youtube.com/watch?v=rFj6rAMHZ2E